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Carlos Primo Cano (Madrid)



Una isotopía oceánica del deseo: Paradiso



José Lezama Lima's Paradiso (published in 1966) offers one of the most challenging reading experiences in contemporary Cuban literature. This complexity of the text is generated through several layers of meaning that cannot be merely deciphered by the reader, as a result of the author's will to create a "poetic system of the universe". The proposed article analyses three episodes of Paradiso in order to study the presence of an oceanic isotopy that can be referred to the erotic dimension of the narrative. The methodology involves iconographical, philological and intertextual analysis in order to evaluate the connections between Lezama's masterpiece and a wide field of references that belong to the domains of mythology, literature or history, from the early chroniclers of America to the echoes of modern authors like Julián del Casal. By establishing those connections, the present essay underlines Lezama's ability to use traditions and faraway references as the basis of one of the most complex and enigmatic texts of contemporary Latin American literature.


"Solamente es en el mar donde el cuerpo habla, donde expresa el cántico de su totalidad misteriosa" (Lezama Lima 1971b: 90–91).1 Sirvan las palabras de José Lezama Lima como introducción al estudio del que es un motivo significativo en su obra. Nos referimos a lo oceánico, lo marítimo, un símbolo de vastos límites que en la obra lezamiana se ramifica en diversos matices, tradiciones iconográficas e intuiciones poéticas. Imagen del tiempo, del cambio permanente de la naturaleza y de la levedad de sus impresiones –"En el mar todo reflejo se configura con instantaneidad, toda forma tiende a destruirse por un contenido sucesivo" (Lezama Lima 1981: 86)–, la presencia de lo acuático en la obra de Lezama adquiere diversas valencias metafóricas y estéticas cuyo alcance global, debido a su variedad y complejidad, se resiste a una catalogación completa y exhaustiva.2

Elaborar una suerte de glosario simbólico no es nuestra intención, especialmente si tenemos en cuenta que la obra de Lezama exige del lector una actitud que dista mucho de las operaciones tradicionales de decodificación y traducción, ya que su escritura invita a insertarse en aquello que el escritor acotara como un verdadero "sistema poético del mundo". Tampoco pretendemos abarcar el tema en su totalidad, labor que ya ha sido iniciada por investigadores como Jesse Fernández, que en un influyente artículo señalaba diversos valores de lo acuático en la novela Paradiso, publicada en 1966, y quizás la obra más ambiciosa de entre todas las que Lezama Lima dio a la imprenta:3




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Los símbolos acuáticos aparecen en cada una de las etapas de aprendizaje espiritual y poético de José Cemí. Las aguas primordiales de la creación, símbolo del caos y de lo que carece de forma definida, van adquiriendo cada vez contornos más precisos: el mar, la piscina, el vaso que sostiene en sus manos el protagonista cuando, después de visitar el cadáver de Oppiano Licario, desciende a la cafetería de la funeraria. (Fernández 1984: 35)

En las páginas siguientes, centraremos nuestra atención precisamente en esta obra con el objetivo de explorar los modos en que una isotopía concreta, la de lo oceánico, se encuentra asociada frecuentemente a motivos relacionados con la sensualidad, la sexualidad y, en definitiva, la compleja aproximación lezamiana al erotismo.

No cabe duda de que lo erótico tiene en Paradiso una presencia fundamental que, si bien tamizada por una gran variedad de contextos y situaciones narrativas, fue ya desde la publicación de la novela uno de sus aspectos más controvertidos y polémicos. La iniciación sexual de varios personajes, las discusiones filosóficas acerca de cuestiones tan poco habituales en la época como el significado de la homosexualidad, o la inserción de episodios de naturaleza casi satírica (el tan estudiado capítulo VIII) llevaron a algunos a definir Paradiso como una obra "pornográfica", una etiqueta que Lezama rechazó con absoluta virulencia:

Algunos insolentes han afirmado que en mi obra hay elementos pornográficos, pero no solamente es una injusticia, sino que puede ser hasta una canallada [...]. Mi obra podrá ser censurada por defectos de estilo, pero jamás por motivos éticos, puesto que su raíz es esencialmente la de un auto sacramental. (Lezama Lima 1987: 27)

Su respuesta no podía estar más justificada. En una obra traspasada por un intenso sentimiento erótico, lo que podríamos calificar como pornográfico (la descripción detallada y no eufemística de actos sexuales) se halla reemplazado por un complejísimo tejido de imágenes, reflexiones y descripciones cuya presencia se encuentra estrechamente ligada al destino de sus protagonistas. Imágenes zoológicas, culturalistas y filosóficas se suceden para generar uno de los polos discursivos esenciales de Paradiso.4

En ese terreno, la vinculación entre la isotopía de lo oceánico y la dimensión erótica tampoco se produce de un modo inmediato en el plano narrativo, sino a través de una serie de imágenes que abordan el simbolismo acuático desde una gran variedad de referencias visuales, arquetípicas y estéticas. En este artículo prestaremos atención a los elementos oceánicos que adornan específicamente a las protagonistas femeninas de tres episodios pertenecientes a la primera mitad del libro. Dichos episodios se encuentran en los capítulos III, V y VI, y aluden a la historia familiar del protagonista José Cemí, centrada en él mismo y en dos familiares vinculados a la rama familiar de los Olaya: Andrés y Alberto Olaya. En estos fragmentos, lo acuático aparece filtrado por el prisma de lo mitológico, y trae a primer plano referencias culturales como las de las sirenas o las oceánidas, símbolos oceánicos con una fuerte significación erótica.




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1 Sirena o manatí: retratos de Isoldas

La primera cala de nuestra investigación se centra en un largo episodio perteneciente al tercer capítulo de Paradiso. Entre otros antecedentes familiares, este capítulo relata el ascenso social del joven Andrés Olaya al amparo de un acaudalado terrateniente llamado Elpidio Michelena. En esa trama se inserta un fragmento que, como mencionaba uno de los primeros estudiosos del texto, es el "más hermético de toda la novela, […] también uno de los más importantes para entenderla a fondo" (Arrom 1975: 472).

En él, el narrador cuenta cómo Michelena, que posee numerosas propiedades en tierras cubanas, ve frustrado su deseo de tener un hijo con su esposa, Juana Blagalló, y hace partícipe de ello a su joven ayudante. Sin embargo, de manera simultánea, Andrés Olaya escucha rumores acerca de las orgías que su protector celebra en una de sus residencias, ubicada en la provincia cubana de Matanzas. Es allí, en el jardín de su propiedad, donde tiene lugar este enigmático episodio, durante el que Michelena, junto a algunos de sus hombres de confianza, celebra una extraña fiesta o ritual en compañía de una de sus amantes. Mediante la superposición de diversos estratos narrativos, descriptivos y simbólicos, el verdadero desarrollo de la orgía queda vedado de manera explícita al lector, que se enfrenta a un texto enormemente denso y, por momentos, desconcertante. Sin duda, resulta llamativo que lo erótico haga su entrada en Paradiso precisamente bajo una máscara que lo vuelve casi irreconocible, y que sea éste además el primer escollo que ha de superar el receptor de una obra literaria definida generalmente como difícil e incluso hermética. Umbral de entrada, por lo tanto, a la vertiente más radical del lenguaje lezamiano, este fragmento se extiende a lo largo de varias páginas, y su análisis detallado exigiría una investigación que excede con mucho los límites y objetivos de este estudio. Por ello, centraremos nuestra atención en un importante tejido de imágenes, referencias y alusiones en el que podemos identificar un conjunto de ejes isotópicos relacionados con lo oceánico.

Uno de los primeros aspectos que podemos destacar es el espacio en el que se desarrolla la acción. Ya la propia identificación topográfica (Matanzas) remite a los paisajes marinos de esta zona de Cuba recorrida por ríos y dominada por la bahía del mismo nombre. Sin embargo, la presencia de lo marítimo se convierte en primordial a la hora de caracterizar el espacio concreto, la finca de Michelena, transformada ya desde su primera mención en un emplazamiento subacuático.

La casa, en el centro de la finca, tenía todas sus piezas con una goterosa iluminación. El exceso de la luz la tornaba en líquida, dándole a los alrededores de la casa la sorpresa de corrientes marinas. (PA: 48)

La iluminación y el aspecto submarino del espacio es objeto de menciones posteriores ("el ruido del agua en los tejados", PA: 48), al igual que lo es el ambiente opresivo en que se desarrolla la escena. El mismo término aparece una segunda vez, aunque ya no aplicado a la iluminación, sino a la casa en sí ("La casa goterosa se apagó", PA: 49). También el mobiliario se impregna de presencias acuáticas: el sillón desde el que el cocinero chino de Michelena, designado bajo distintos nombres parlantes, observa la escena, es "una mecedora de piedra de raspado madreporario" (PA: 48). El coral y la iluminación que parecen envolver a la casa en corrientes marinas son ya dos elementos que dotan de irrealidad al escenario y que preludian la desconcertante danza ritual que tendrá lugar en él.




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No obstante, la mayor concentración de referencias oceánicas se encuentra en torno a la figura femenina principal de este episodio, la amante de Elpidio Michelena a la que se alude frecuentemente bajo la designación de Isolda, sin que el lector pueda saber si se trata de su nombre real o, por el contrario, de una invención onomástica relacionada con su ocupación. Para dar una idea de la dificultad interpretativa que presenta esta misteriosa figura, sirva mencionar que los desacuerdos afectan a su profesión y a su nombre propio, pero también a su propia unidad como personaje, ya que José Juan Arrom sugiere que no se trata de una, sino de dos mujeres diferentes, ambas amantes de Michelena, cuya rivalidad se resuelve en el trágico final de una de ellas, sacrificada en el desenlace de esta enigmática escena (Arrom 1975).

Algo similar sucede con otros elementos de este fragmento, incluida su naturaleza narrativa y su correspondencia literal con un acontecimiento concreto. A pesar de que este estudio apunta una hipótesis acerca de ciertas estrategias empleadas por el autor a la hora de crear un texto híbrido, dilucidar su sentido exacto escapa a nuestro cometido; de hecho, hacer tal cosa posiblemente fuera en contra de la voluntad primera de Lezama, que consiste en remitir al lector a un universo de imágenes poéticas propias que no siempre tienen una referencia inmediata o una traducción completa. A este propósito, resulta interesante recordar las palabras de Fina Marruz acerca de la traducibilidad de Paradiso y de Lezama:

Hay en Lezama lo que llamaríamos la imagen que no regresa. Porque el "cuadrado pino" de Góngora vuelve siempre a su sentido inicial de "mesa". Las metáforas pueden ser más audaces, elevarse a la segunda o la tercera potencia, pero al cabo "los raudos torbellinos de Noruega" nos vuelven bastante dócilmente a la mano como halcones. En Lezama hay un momento en que el nexo lógico, la referencia inicial, se nos pierde, pero en que presentimos que no nos está proponiendo un desfile onírico, como en la aventura surrealista […], ni tampoco una delectación puramente verbal, ya que sentimos en esos momentos, en la forma, cómo el idioma se le atensa y arisca, y más que rodar por las sílabas adquiere una mayor dureza y resistencia que cobra allí su supremo riesgo, que se aventura a la búsqueda de un sentido que no alcanza, pero del que espera, como de toda aventura por lo desconocido, el suceso prodigioso. La imagen en Lezama no sólo no regresa a su sentido inicial, sino que prolifera y se aleja cada vez más de ella, busca, como él dice, un "hechizamiento", un faraónico "dilatarse hasta la línea del horizonte". (García Marruz 1984: 246–247)

En el marco de dicha intraducibilidad generada por esa imagen que no regresa a su sentido inicial, no podemos evitar, en todo caso, si no decodificarla punto por punto, al menos sí apuntar la persistencia de ciertos motivos, la presencia de elementos iconográficos que pueden tener su correlato en las amplísimas referencias culturales, plásticas y filosóficas que maneja Lezama Lima, y que brillan con especial fulgor en las líneas dedicadas a describir la insólita metamorfosis que tiene lugar en estas páginas.

Dicha metamorfosis afecta a la mencionada Isolda, que en el transcurso de la orgía se desdoblará en dos representaciones o entidades diferentes. Por un lado, la amante de Michelena, de la que podemos saber que es una cantante de ópera –y éste posiblemente sea el origen de su wagneriano nombre– procedente de Sevilla.5 Llegada a Cuba de la mano de su amante Joan Albayat, uno de los músicos que participan en la fiesta, posteriormente alterna dicha relación con otro de los músicos, llamado Luis Mendil, y con el propio Elpidio Michelena, que "se desesperaba […] sin saber dónde depositar sus celos, pues Isolda cambiaba de caprípedo en estación indefinida" (PA: 52). No carece de cierto interés el empleo del término "caprípedo", que remite a los sátiros o faunos mitológicos y a sus esquivas amantes, las ninfas.




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De manera paralela, se presenta ante los ojos del lector una sucesión de misteriosas escenas en las que, sin apenas transición, Isolda aparece caracterizada bajo especie animal, concretamente bajo la forma de un manatí, un peculiar mamífero acuático que forma parte de la fauna autóctona cubana.

La metamorfosis de la mujer en manatí genera en sí un problema interpretativo. ¿Persigue esta transformación únicamente una animalización de tintes grotescos? El pasaje, que no escatima pinceladas de una misteriosa violencia, podría llevar a pensar en ello. Sin embargo, algunos autores ya han apuntado que en la transformación de la lúbrica amante en manatí subyace de algún modo el recuerdo de las sirenas mitológicas, las criaturas oceánicas de la mitología clásica cuya imagen, poderosamente seductora, estaba impregnada de mortíferas consecuencias. En las sirenas, la belleza es vehículo para la sensualidad, ya que su armonioso canto puede arrebatar el juicio al hombre que lo escuche y, de este modo, conducirle al naufragio –en términos navales– y a la perdición –en términos emocionales.6

Símbolo de lo irracional, de la fuerza ancestral del erotismo y del poder de seducción femenino, la sirena no es una rara avis en la literatura hispanoamericana contemporánea. De hecho, resulta posible hallar su presencia en la obra de un poeta al que Lezama Lima admiraba y al que dedicó una extensa oda en verso. Hablamos del también cubano Julián del Casal,7 imaginativo poeta finisecular que, desde una posición de exquisita marginalidad, concibió obras tan sugerentes como el poemario parnasiano Nieve, repleta de delicados versos culturalistas entre los que destacaba una galería ecfrástica dedicada a obras de Gustave Moreau, el gran maestro del Simbolismo francés. Uno de sus primeros poemas, de hecho el primero publicado por el autor, lleva por título El poeta y la sirena, y denota el calado que cierta mitología de origen europeo había alcanzado en tierras americanas, especialmente a raíz de la difusión de la literatura romántica y simbolista de cuño francés.8

Sin embargo, no es una sirena casaliana –simbolista, podríamos decir– lo que figura en este fragmento, sino un mamífero de gran tamaño cuya similitud con una estilizada ninfa acuática es verdaderamente remota. ¿De dónde procede, por lo tanto, esta identificación entre el manatí y la sirena? Lo apuntó el crítico José Juan Arrom cuando rescató, de los primeros diarios de Cristóbal Colón (un texto que Lezama conocía y admiraba), un fragmento en que el Almirante relata cómo "vido tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara" (Arrom 1975: 474). Las sirenas que Colón percibió en América no eran tales, sino, como afirman diversas crónicas, manatíes, animales totalmente desconocidos para los viajeros europeos y que no habían sido documentados ni mencionados en los compendios de historia natural existentes. No cabe duda de que lo extraordinario impregna las palabras del almirante, que "filtra la imagen americana a través de un mito europeo" (Arrom 1975: 473) y crea lo que podría considerarse como el "primer modelo de lo real maravilloso" (Arrom 1975: 473) en las letras americanas. Lo hace mediante la fusión entre dos imágenes aparentemente incompatibles pero innegablemente sugerentes. Si tenemos en cuenta la vigencia de los mitos clásicos en el imaginario latinoamericano,9 podemos afirmar que lo que Lezama propone es una metamorfosis de Isolda, la amante de Michelena, en misteriosa sirena, pero no es una cualquiera, sino en la sirena mitológica trasplantada a territorio americano: es decir, el manatí que descubrió Colón.10




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Por otro lado, si los relatos de los primeros cronistas hacían referencia al aspecto extraño y fabuloso de los manatíes, también el fragmento de Paradiso que estamos analizando se encuentra recorrido por una dicotomía constante entre la sensualidad y lo grotesco, lo sexual y lo animal, el deseo y la muerte. Así se desprende de la descripción de Isolda que, fragmentada en distintas pinceladas, encontramos dispersa a lo largo de estas páginas.

En la casa estaba la afiebrada pareja y la irreconocible Isolda comenzó a levantar la voz hasta las posibilidades hilozoístas del canto. Dentro estaban el señor Michelena, dándole vuelta a la champanizada vírgula de la copa, y la mujer que lo rozaba, volvía apenas, desperezaba su lomo de algas, y se desenredaba después, sin poder precisar en qué cuadrado del tablero comenzaría a cantar. A veces, la voz desprendida del cuerpo, evaporada lentamente, se reconocía en torno a las lámparas o al ruido del agua en los tejados, mientras el cuerpo se hacía más duro al liberarse de aquellas sutilezas y corrientes lunares. Se entreabrió la puerta, y apareció amoratada, en reverso, chillante, la mujer que despaciosamente abría y alineaba la boca como extraída de la resistencia líquida, con las pequeñas escamas que le regalaba el sudor caricioso. (PA: 48)

Resulta llamativo que los dos primeros rasgos que el narrador resalta a la hora de caracterizar a Isolda sean su voz y su cabellera. Respecto a la primera, se trata de uno de los atributos esenciales de la sirena mitológica, cuyo canto tenía la capacidad de equivocar el rumbo de los navegantes y conducirlos al naufragio. Por ello, como cantante de ópera, no resulta difícil establecer la conversión de la amante de Michelena en sirena legendaria.

En el caso de la cabellera, sus connotaciones eróticas forman parte del imaginario cultural occidental, tal y como demuestran varios estudios iconográficos.11 Sin embargo, aquí ya opera la transfiguración lezamiana: el armónico canto de la sirena se transforma en un chillido animal, y la sedosa melena en un "lomo de algas" de resonancias marinas. La visión de las antiguas sirenas como extraños seres opulentos en carnes que lucen largas cabelleras que asemejan algas podría conectarse, icónicamente, con alguno de los lienzos más conocidos de Arnold Böcklin, como Meeresstille (1887), donde la tentadora figura marina aparece recostada sobre un escollo. Dicho elemento podría remitir asimismo al peculiar ensayo publicado en 1950 por el escritor peruano José Durand, que ya hacía referencia precisamente a esta dualidad del manatí y la sirena:

Peinando ante un espejo sus cabelleras verdes, las gentilísimas sirenas vivían en tiempo de Colón sus últimas horas cerca de los humanos. Los mudables humanos prefirieron el saber a la grata fantasía, y los monstruos marinos con certificado zoológico no tardaron en incautarse del reino que ellas compartían con los tritones. (Durand 1950: 66)

El texto de Durand nos lleva a otra cuestión de indudable interés, ya que la relación imaginaria entre el manatí y la sirena podría configurarse, como afirmaba un estudio reciente, al modo de un "punto de inflexión en la constitución de dos saberes diferentes, uno de los cuales excluye la fantasía" (Tieffemberg 2007: 164). Posiblemente en esa relación dual resida el interés y la razón última de esta elección en principio desconcertante que, sin embargo, a la luz de la bibliografía existente sobre el tema, puede verse como una reflexión sobre la identidad, y como un original ejercicio de síntesis entre tradiciones iconográficas aparentemente incompatibles.




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Si avanzamos en la descripción de Isolda-manatí, encontramos otra referencia a la transformación en las "pequeñas escamas que le regalaba el sudor caricioso". Las escamas, atributo natural de los peces y también de las sirenas –pero no de los manatíes–, remite a la naturaleza acuática de los habitantes –reales o imaginarios– de los reinos marinos, pero tampoco podemos omitir la referencia al "sudor caricioso", posiblemente provocado por la fruición erótica de la "afiebrada pareja".12 De manera paralela, el proceso de animalización avanza a medida que "la voz desprendida del cuerpo" se evapora y que el cuerpo se hace "más duro al liberarse de aquellas sutilezas y corrientes lunares". A partir de este momento Isolda será nombrada indistintamente también como manatí o mujer, y su transformación será completa. Posiblemente en los siguientes fragmentos se aprecia con mayor detalle todos los aspectos de esta insólita metamorfosis:

La mujer boqueante empezó a rodar la escalera que separaba la casa de la yerbilla a ras de boca y escondrijo de los hurones. La piel se le había doblado, cosido y encerrado, como para hacerse resistente a los batazos que por la borda le pegaban los marineros de la Cruz del Sur. La nariz hundida por el tabique se le hacía más lastimosa que oliscona, acercándose a los gruesos cristales con la protuberancia de dos mamas alzadas hasta la nariz, y donde con riego de llanto parecía ocultar un bultejo que se aprestaba a defender con llanto y ronda de entreolas. La circulización barbada, pues un semicírculo sudado de yerbazales de agua le llevaba el mentón deglutido, hacía rechazable aquel llanto, pues tan pronto había sido trocado en aceitado monstruo de los peldaños, que no se le creía monstruo blanco, de cañas llanteras y deshuesadas. El nuevo manatí sonaba de peldaño en gualdrapa funeral, y los esfuerzos que hacía para ganar el oleaje de los yerbazales le daba nuevos reflejos que se incrustaban por los palos que le daban por la borda y su hociquito se compungía, achicaba su círculo de rorro y ganaba la posición ladeada. (PA: 49)

En la prolija descripción física del manatí –piel dura, nariz hundida, mentón deglutido–, que abunda en sus detalles menos armónicos y más abiertamente animales, destaca la alusión a la "protuberancia de dos mamas", donde varios críticos han apreciado no sólo una referencia a las aletas pectorales del manatí, mencionado ya en las primeras descripciones de la especie,13 sino también un indicio de feminidad y una referencia a los voluminosos senos de Isolda.14 Sin embargo, creemos no encontrar más referencias que  indiquen una continuidad o similitud física entre Isolda y el manatí, sino más bien una sustitución o alternancia que, además, inserta un plano narrativo adicional: el de "los marineros de la Cruz del Sur" que apalean al manatí y, posteriormente, lo cuelgan de un árbol de innegables resonancias fálicas. A este respecto, no parece claro que dichos marineros tengan una correspondencia precisa con los hombres que participan en la orgía. Como afirmaba Cristián Huneeus:

Lo que surge, entonces, en el fragmento, no es un episodio en la historia del Sr. Michelena, que por lo demás se pierde, como historia, en un complejo de historias similares o diversas. Lo que surge es la imagen. (Huneeus 2001: 41)




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Estaríamos hablando, por lo tanto, de dos planos narrativos simultáneos, unificados por la figura de Isolda-manatí, que funcionaría como una bisagra entre los dos relatos. La confusión que suscita esta lectura, aparentemente hermética, posiblemente se deba a la intención por parte del lector de descubrir un orden metafórico, una correspondencia exacta de elementos, en una escritura cuyo sistema poético no aspira a reflejar la realidad de manera fiel –ni siquiera bajo un manto metafórico–, sino a crearla dentro de los límites –para Lezama extensísimos– del lenguaje. Los relatos de los primeros cronistas de Indias, la descripción de la orgía y la narración de un episodio paralelo se combinan para dar lugar a un texto denso que además ofrece un problema adicional: la naturaleza del narrador. Al principio del episodio, el narrador sugiere que esta orgía fue narrada a Andrés Olaya por uno de los empleados del señor Michelena. A lo largo de todo el pasaje, Andrés Olaya no figura ni como observador ni como personaje, por lo que la procedencia de esta narración es además enigmática, lo que dificulta el establecimiento de la perspectiva del observador de los hechos.

Otro de los elementos más enigmáticos es el "bultejo" que estrecha el manatí mientras se arrastra sobre la hierba. A este propósito, tal vez no sea descabellado citar este fragmento, procedente de la Historia General de Diego de Rosales, que narra una de las anécdotas más célebres relacionadas con la presencia fabulosa de manatíes y sirenas en la América colonial:

El año de 1632 vieron muchos indios y españoles en el mar de Chiloé que se acercó a la playa una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos o crines largas, rubias y sueltas; traía en los brazos un niño. Y al tiempo de zambullir notaron que tenía cola y espaldas de pescado, sobrepuesta de gruesas escamas, como pequeñas conchas. (Rosales 1878: Lib. II, Cap. XXII, t. I, 309)

Nuevamente aflora la confusión entre la sirena y el manatí: a la posible naturaleza animal de la aparición se une la presencia daimónica de una criatura fabulosa cuya procedencia occidental, en un espacio desconocido, tendría la función de proporcionar referencias reconocibles, "topoi o lugares comunes que remiten al destinatario a lo conocido, a lo esperado" (López de Mariscal 2004: 121). Si además tenemos en cuenta el precedente de este episodio –la paternidad frustrada del matrimonio Michelena–, la imagen de una víctima sacrificial protegiendo a una criatura adquiere un interés poliédrico, lleno de matices.

Poco a poco se va formando ante los ojos del lector una imagen, la del implorante manatí, en la que no faltan juicios de valor o alusiones a la naturaleza moral de esta criatura híbrida. Mientras el manatí se arrastra por la hierba,15 aparentemente sollozando, el narrador indica que su naturaleza de "aceitado monstruo de los peldaños", en lugar de "monstruo blanco, de cañas llanteras y deshuesadas", hace "rechazable" su llanto. Así, el desvalimiento del manatí deja de ser tal para volverse más oscuro, del mismo modo que la aparente torpeza del manatí puede transformarse en fluidez, tal y como apreciamos en las siguientes líneas:




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La casa goterosa se apagó y el bosque comenzó, aprovechándose las lunaciones del cabrito y de la aguja, la zambra lenta, encalada, de las reproducciones que necesitan del rocío. Ya el manatí había ganado la yerba, y moviéndose las guarnecidas aletas pectorales, se dirigía a la silla de piedra, arrastrándose con la deslizada facilidad que le daba su piel aceitada, pero el chinito que traqueteaba los huesos de la pierna en la casona de piedra, hacía calmosos gestos de rechazo y musitaba sentencias borrosas, apenas reconocibles al colgarse del ramaje o soplarse en una imantación circular. (PA: 49)

A partir de este momento, la escena se desarrollará en el jardín de la finca. Encontramos una mención adicional a las "aletas pectorales" del manatí, y también a su "piel aceitada". Por otro lado, el cambio de iluminación ("La casa goterosa se apagó") implica también un cambio de escenario en el que la violencia adquiere un mayor protagonismo. La muerte del manatí tendrá lugar de un modo temible: apaleada, izada en un árbol y devorada por las Nictimenes. Respecto a estos enigmáticos personajes, Lezama apunta que Nictimene es el término aplicado por los griegos a la lechuza, y también un modo de designar el amor sáfico.16 No cabe duda de que esta polisemia enormemente sugerente se ve acrecentada por la atmósfera violenta en que se mueven. Las Nictimenes aparecen acechando a Isolda, primero rodeándola y distrayéndola, y después, cuando ya está izada en el árbol para su sacrificio, arrojándose sobre ella y despedazándola.17

En el bosque correspondía al costado izquierdo, el árbol de Hanga Songa, que proyecta sombra hacia arriba, y que sólo se reproduce cuando la tercera luna del otoño contempla el cautiverio de los guerreros, teniendo que ser velado por seis Nictimenes que le daban inapagable rotatorio. El manatí boquerón se dirigía gimiendo al custodiado árbol, pero las seis figuras rompían momentáneamente su círculo, se abrían en espiral, comenzaban a llorar, guardando la distancia del espejo corteza para mantener la borrosa imagen. Estiraba aún más las pectorales el gimiente carnoso manatí, pero entonces las Nictimenes alzaban su vuelo silencioso, con caras sombreadas por el pelo baba amatista, más silenciosas que la noche entrecruzada de silencios, más pesadas que Nubes Precipitadas en lo alto del cocotero, vuelo de silencios de aceite planisferio, pisados silencios de pie plano. (PA: 50)

La figura inquietante de las Nictimenes, síntesis de la alianza poética entre erotismo y muerte, contribuyen a dotar de mayor ambivalencia al relato, especialmente cuando el resto de personajes –los músicos, el propio Michelena– parecen esfumarse de la acción, que se concentra únicamente en Isolda-Manatí, las Nictimenes y el cocinero chino del señor Michelena, que con sus aforismos y prolongadas digresiones dota a la escena de un tono hermético. En ese contexto, la figura del manatí aparece constantemente retratada en actitud lastimosa, arrastrándose, saltando de modo patético. Sin embargo, la mención continua a las aletas pectorales, a la carne aceitada del "gimiente carnoso manatí" dan como resultado una escena lúbrica y siniestra, una lúgubre conjunción entre Eros y Tánatos que, finalmente, desvelará su naturaleza ritual. Quizá no esté de más apuntar cómo esa conexión entre el canto prodigioso de Isolda-Sirena y la muerte ritual de la artista a manos de un grupo de figuras femeninas (espoleadas acaso por la ira, los celos y el deseo) podría realmente actualizar otro arquetipo mítico con el que reviste importantes semejanzas: el cruento homicidio de Orfeo, despedazado de manera salvaje por las Bacantes, que castigaron así la invención del homoerotismo.




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Si en la escena previa el señor Michelena y su esposa rogaban infructuosamente a la Virgen de la Caridad que les procurara descendencia, no serán dichas plegarias las que conduzcan al ansiado resultado, sino esta orgía en la finca de Matanzas, donde Isolda, apaleada por los marineros y devorada por las Nictimenes, adopta el papel de víctima sacrificial y favorece la consecución del acto milagroso. Así lo expresa inequívocamente el narrador, cuando afirma lo siguiente:

Elpidio Michelena hacía días que había regresado a Matanzas, donde Andrés Olaya le llevaba la noticia de que la señora Juana Blagalló lo esperaba de nuevo, con paritorio de Géminis, y con la alegría de que podría poblar el mundo de nuevo, pues tenía la pareja. Lo orgiástico había llevado al señor Michelena a la fecundidad, pero también a la ruina. (PA: 54)

De este modo, es lo pagano, lo ritual, lo que lleva a la consecución del objetivo logrado: la paternidad del matrimonio Michelena, surgida a partir de este "rito de fertilidad y danza estéril" (Huneeus 2001: 38). Recorrido por imágenes de exacerbada violencia, exuberante iconografía y diferentes estratos narrativos, este episodio está dominado por la metamorfosis mitológica de Isolda en una criatura sincrética y misteriosa que, si bien acentúa el hermetismo del texto, le dota al mismo tiempo de inesperadas profundidades.

2 De pitahayas y recorridos infernales

Si el episodio que acabamos de estudiar se refería a una misteriosa orgía ni siquiera presenciada por un miembro de la familia de José Cemí, el siguiente fragmento que será objeto de nuestro análisis se ubica en el capítulo V, y su protagonista es Alberto Olaya, tío de Cemí. En este punto de la narración, Alberto Olaya es apenas un adolescente que, tras haber recibido un humillante castigo en la escuela, vaga por la ciudad durante toda una noche. Lo que parecía ser el vagabundeo errático de un adolescente se transforma en un viaje iniciático que, en última instancia, enfrenta a Alberto Olaya con su propio reflejo y funciona como una catarsis que resolverá de forma definitiva sus dudas acerca de su sexualidad.

Si en la práctica totalidad de Paradiso los espacios tienen una importancia simbólica en el plano narrativo, no cabe duda de que el fragmento que ahora estudiamos se encuentra fuertemente vertebrado por una serie de enclaves urbanos que, en el tiempo nocturno en que tiene lugar el relato, adquieren una innegable relevancia.

Este itinerario que algunos autores no han dudado en definir como "infernal" comienza en una feria popular que el narrador designa de modo genérico como "los caballitos", donde Olaya encuentra a una misteriosa adolescente. Retratada con breves pinceladas, esta innombrada jovencita adquiere una voz propia cuando se enfrenta al encargado de una de las atracciones, que le arrebata una flor de pitahaya que la niña custodiaba con orgullo. Alberto Olaya decide mediar y, después de regalarle a la niña un exótico lapicero cuatricolor procedente de Estados Unidos, sigue su tránsito y encamina sus pasos a un cine casi vacío. Allí recibirá las insinuaciones sexuales del encargado de "los caballitos" que luce aún la flor de pitahaya sobre la oreja. Olaya lo rechaza violentamente y, disgustado, entra en un misterioso bar llamado Reino de siete meses donde un personaje que después el lector podrá identificar como Oppiano Licario (personaje central de la continuación de Paradiso, publicada de manera póstuma) le advertirá contra los intentos de seducción por parte de los parroquianos homosexuales del bar. Tras abandonar el local, Olaya regresa a la feria, donde reencuentra a la niña de la pitahaya y, finalmente tiene un encuentro sexual con ella en un lupanar que había mencionado Licario.




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Si prestamos atención a la protagonista femenina de este episodio, la niña de la pitahaya, encontramos una de las primeras descripciones de Paradiso en que la sensualidad y el erotismo parecen abrirse paso de forma inequívoca:

En uno de los carros una muchacha, de unos diez y seis años, pasaba sus dedos por una flor de pitahaya pequeña, que parecía querer volar cada vez que el carro pegaba un latigazo. Asustada la muchacha se empeñaba en que no se le escapase la pitahaya. Se paraba dentro del carro, empuñaba el protector para amortiguar la descarga, trepidando y enrojeciéndose. Su piel débilmente sonrosada, veteada de franjas linfáticas, se iluminaba a ratos perseguida por el verdor asombrado de sus ojos. Alberto Olaya recorría con pausas impulsadas por su erotización, que se hacía visible por las veces que el pañuelo rectificaba su sudor, desde el amarillo excitante de la pitahaya hasta el verdor humildemente provocativo de los ojos de la muchacha. Su piel olía a despertar y el verdor de sus ojos copiaba esa última cola de pez empuñada cuando penetramos en el sueño. (PA: 97)

A pesar de su brevedad y claridad, nos encontramos ante un hermosísimo párrafo cuya medida sencillez sirve de vehículo para un verdadero esplendor de matices sensuales. La riqueza simbólica de la flor de la pitahaya, posible trasposición americana de la rosa mitológica,18 la insistencia en el color verdoso de los ojos de la joven, el reflejo del sentimiento erótico a través de la descripción dérmica de los dos futuros amantes y, por último, esa insondable referencia a la "misteriosa cola de pez" como símil de la mirada nos devuelve la imagen de un Lezama delicadamente simbolista, narrativo y pleno de matices eróticos.19

Frente a esta imagen de erotismo primigenio y casi ingenuo, la narración de la incursión de Olaya en el bar llamado Reino de Siete Meses está dominada por una profunda oscuridad que la afecta en todos los niveles. También en el narrativo: frente a la cristalina narración del encuentro con la niña de la pitahaya, las palabras que Oppiano Licario le dirige están repletas de complejas imágenes y de difíciles alusiones cuyo resultado es una lectura considerablemente más hermética.20 A pesar de su extensión, hemos creído oportuno reproducir el párrafo completo donde Licario relata a Olaya la trampa a la que se expone si se deja llevar por las insinuaciones de los clientes del bar que están tratando de seducirle:

— Cuando usted derrumbe el primer cabezazo ginebrino, uno, el diminuto sabandija, se le acercará para decirle un itinerario sulfúreo infernal —. Olaya oyó la dirección como ratones petrificados, retuvo. — Lo llevarán por unas casas de yagua, latones y caminos charcosos. Verá ya en el lecho una desnudez silenciosa, que lo mira esperando la priápica convergencia energética. Saltará sobre el lecho, como en la madrugada del río, el caballo busca la brisa para adormecerse de nuevo. La mujer con los pies replegados, invisible, en punta de sirena, mostrará la beneficiosa canal de sus muslos con escarcha de Noche Buena, llevándonos, en su resbalar de quejumbre, a la Nebulosa. Le dará una pócima para hacerlo dormir sin entorpecer sus preparativos para la burla napolitana. Al final, el demonio ayuda también a cantar. Prepara en una copa, extremadamente facetada, el zoon o célula animal viva. En realidad, es clara de huevo, sonriendo las delicias de Cennino Cennini. Rasgueos del diablo en el lecho: Osculum fine spina dorsalis. Mientras los cuatro diversionistas almirantean detrás de los agujeros en la yagua rechupada, la sirena de cola que esconde las astillas de madera y los fríos resortes de níquel plateado, extrae las yemas de su impedimento de crecimiento en la infinitud. Con la clara de huevo, propensa a las cristalizaciones humillantes, embadurnará sus entrepiernas. Cuando despierte le dirá, tristona fingida en el impedimento de lo imposible, que cuando ella salió a omeletear unos camarones, el malvado seriote se atrevió a la compañía del diablo, con el mismo signo que lo descubre, en el lecho abandonado por la sirena, que apareciendo de resguardo, está acordada con todas las burlas de los tres para embromar al seriote. Usted tronará, se irá al cuchillo, lanzará botellas de sidra con el tapón de bazuka. Cuando se vaya a la garganta del serio, que se muestra parnasiano en medio de una escenografía que desconoce de veras, aparecerán las tres sabandijas, como en un vodevil marsellés que suma la crápula bizantina, resbalando la misma loción por sus entrepiernas. Con eso, creerán desfacer el entuerto del sabbat. De seguro usted se irá sobre los tres bajeadores, dándoles cintarazos y trompicones. Se echarán a gemir, levantarán salmodias inaudibles y fingirán que están cosiendo, dando puntadas muy difíciles y rectificando, con golpes de mano, sus dobladillos sobre la tela. (PA: 101–102)




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Varios elementos se dan cita en este fragmento. Por un lado, el espacio descrito para el "itinerario sulfúreo infernal": los arrabales de la ciudad, calles anegadas y viviendas humildes que constituyen el marco de una presencia erótica, una "desnudez silenciosa" de maléficos poderes y con los pies "en punta de sirena". Poco a poco, la imagen de la sirena se va perfilando, pero también la de otras hechiceras mitológicas como Circe y su estirpe de hechiceras, a la que remite tal vez la imagen de la "pócima para hacerlo dormir sin entorpecer sus preparativos". Seducción, engaño y humillación se suceden en esta evocación donde se vuelve a mencionar "sirena de cola" y "sirena", como sinónimo de mujer seductora.

Aunque Alberto Olaya hace caso de las advertencias y no cae en la trampa urdida por los clientes del bar, sí acudirá finalmente al espacio infernal y fáustico del suburbio. Sin embargo, lo hará en compañía de la niña de la pitahaya, a quien vuelve a hallar en el escenario de su primer encuentro. Estimulado por la disposición sensual de la joven y su aparente fragilidad ("La defensora de la pitahaya se desmayaba sobre su hombro, comenzando a gemir", PA: 103), Alberto Olaya emprende en su compañía el camino hacia un lugar donde, después de coquetear con la homosexualidad, llegar a consumar la "priápica convergencia energética" al amanecer, cuando "sin convidarla con palabras, la apretó de la mano para transportarla a la berlina que traspasaría la raya de los faisanes." (PA:103)21

Una vez en el lugar indicado, entra en escena la sirena de la que le había hablado Oppiano Licario. Sin embargo, se produce una inversión plenamente barroca y la prometedora ninfa resulta ser, paradójicamente y de un modo también grotesco, una mujer coja cuya única pierna produce el efecto visual de una cola de sirena:

La sirena del relator, que acudió sonando sus llaveros, era una muchacha coja, traqueteada en el esqueleto de madera en que se apoyaba. Cuando llegaron se recostaba en la puerta, y su sola pierna ceñida por una media color carne remedaba la cola de una sirena de arenal fangoso. Cantaba. (PA: 103)

Si en el episodio de Isolda-manatí encontrábamos una sirena convertida en un animal emblemático de la fauna americana, aquí sucede algo diferente. En este caso la figura de la sirena, aunque inscrita en la iconografía occidental, tampoco aparece intacta en su belleza, y adopta la figura de una mujer coja cuyo canto imaginamos menos armonioso; una mujer que se reclina en la puerta para generar una imagen simétrica, y cuyo reino no son las profundidades marinas, sino una suburbio pobre e invadido por el fango, una vivienda ruinosa y un negocio cuyas diferencias con un prostíbulo no parecen demasiado claras. En este espacio equívoco y sórdido se produce, sin embargo, el acto de plenitud esperado, el desenlace de la noche "infernal" de Alberto Olaya, pero también un punto de inflexión en su destino: una experiencia traumática que no le trae buenos recuerdos, como expresa la elegante elipsis con que el narrador aborda esta "aventura sexual pasajera que no es descrita" (Sánchez-Boudy 1974: 147):




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El canto de la sirena fangosa se fue hundiendo junto con la argolla de las llaves. Al salir, el recuerdo de la sirena ingurgitó, pero ambos juraron que le pondrían un pie encima. (PA: 103)

Ritual iniciático, experiencia sexual primera, no deja de resultar llamativa la presencia de la figura mitológica de la sirena, en esta ocasión desligada del manatí o de otras referencias zoológicas. Aquí la sirena aparece nombrada explícitamente, pero presenta rasgos contradictorios cuyo resultado es una imagen plenamente perturbadora.

No obstante, antes de concluir este análisis, tal vez sea de algún interés referir la presencia de otras sirenas en el corpus lezamiano. No se trata de una figura que aparezca puntualmente, sino, como vemos, de un motivo que surge de forma más o menos recurrente, también en su obra ensayística. Tampoco, pese lo que podría parecer, su presencia está exclusivamente ligada a un empleo ortodoxo de la mitología.

Uno de los fragmentos más hermosos de La expresión americana es aquél en que Lezama (2001: 103), tratando de explicar las características propiamente barrocas de la cultura americana, refiere los motivos esculpidos por el misterioso Indio Kondori en iglesias jesuíticas del Perú. Entre los elementos iconográficos autóctonos que menciona se encuentran las "sirenas incaicas", presentes como una señal inequívoca del imaginario tradicional americano. Y, en efecto, las sirenas son uno de los motivos esenciales en los bestiarios de Indias y en los relatos asociados a la cultura del Barroco colonial. De origen peruano, asociadas al lago Titicaca, la relevancia de las sirenas en el arte andino ha sido exhaustivamente analizada por estudiosos como la historiadora del arte Teresa Gisbert, autora de una influyente monografía donde, empleando un planteamiento similar al de Erwin Panofsky (1972), analiza la iconografía del imaginario americano. Afirmaba la historiadora lo siguiente:

La interpretación indígena de la sirena o mujer-pez como símbolo del pecado sensual, coincide con la interpretación cristiana. El monstruo grecorromano, mitad mujer y mitad pez, que con su canto atrae y pierde a los navegantes es recogido por el renacimiento y se lo cristianiza, desde entonces la sirena simboliza el pecado y todo sensual. (Gisbert 1980: 47)

Según Gisbert, como se puede apreciar en este fragmento, el sentido metafórico de la sirena en la tradición americana no difiere esencialmente del que adoptaba en la mitología clásica, que Lezama conocía bien. Por ello, no parece descabellado afirmar que las sirenas de Lezama son, a diferencia de aquellas clásicas y simbolistas de Julián del Casal, criaturas híbridas que no han sido meramente trasplantadas en la narración, sino alteradas de un modo sustancial. Símbolo de delicias y sensuales peligros, responden a un tipo de mestizaje similar al que mencionaba otro estudioso a propósito de las sirenas andinas, y se configuran como "sirenas barrocas que extienden su imperio en el arte virreinal (durante los siglos XVI, XVII y XVIII) y que representan –justamente como el arte del indio Kondori– uno de los puntos cimeros de la síntesis simbólica de lo español y lo indio" (Báez-Jorge 1990: 125–126).




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Como ejemplos de síntesis iconográfica, sin perder del todo sus rasgos originales, las sirenas de Lezama adoptan una serie de características que no sólo responden a razones de americanidad, sino también al universo de contrastes inesperados, asociaciones sorprendentes y misteriosas colas de pez que caracterizan el estilo del autor de Paradiso.

3 Bañarse en la totalidad: Grace Ginsley

Nuestra tercera –y última– cala en Paradiso pertenece al capítulo VI, y sucede durante la infancia de José Cemí, en el momento inmediatamente anterior al fallecimiento de José Eugenio Cemí, un hecho que alterará radicalmente el destino de los personajes. El escenario es Pensacola, en el estado norteamericano de Florida. La familia pasa una temporada en el campamento militar de la zona mientras José Eugenio Cemí hace prácticas de artillería con el ejército estadounidense. Allí, de manera inesperada, el hijo del Coronel traba amistad con los hijos del lieutenant Ginsley, Grace y Thomas.

Desde el primer momento, las descripciones de los dos hermanos están atravesadas por una cierta ambigüedad y, en algunos puntos, las figuras de Grace y Thomas Ginsley parecen fundirse en una misma entidad andrógina: afirma el narrador que ambos son "muy parecidos en las generalizaciones descriptivas, pero muy diferenciados por los detalles" (PA: 146). La descripción de Grace es impresionista, rápida y fragmentaria: "cabellos enmielados, ojos de un ingenuo glauco, mejillas suaves, llenas, con zonas para un rosa acorralado por la blancura excesivamente lechosa" (PA: 146). El canon petrarquista planea sobre estas líneas que también podríamos identificar con un ideal de belleza afín al de los Prerrafaelitas. En ellas, la pureza –la ingenua palidez adolescente, la suavidad de la piel– se ve perturbada por la sensualidad de las mejillas sonrosadas. Frente a la raza criolla, cálida y española de la familia Cemí, Grace es descrita como una belleza exótica, europea, que refleja la sangre europea de su madre, una "modista lyonesa" (PA: 146).

A su vez, Thomas ostenta rasgos físicos muy similares, aunque tenidos de una cierta violencia y desprovistos de la ingenuidad de su hermana.

En Thomas, si nos fijamos con más acuciosidad, observamos que las mismas cualidades entreabren matices que le dan más difíciles calidades, por ejemplo, aquella miel de los cabellos de su hermana, parece mostrar en él como unas manchas violetas, más sensibilidad para los reflejos, los tonos intermedios, que hacen que se retenga más en el recuerdo la cabellera después que ha desaparecido la figura. Las mismas mejillas de Grace, permaneciendo abullonadas, róseas, muestran en el hermano más perfecto cóncavo, menos regalía en la grasa, menos temblor al hablar. Y donde se agudizaba más el matiz era en los ojos, en Thomas eran más irisados de soplados venablillos, más ricos en la devolución y proyección de la luz. (PA: 146)




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Resulta llamativo, en primer lugar, que la descripción de Thomas sea mucho más extensa que la de su hermana. Grace, por razones narrativas, está destinada a tener un papel de mayor importancia en la novela, ya que será ella quien introducirá a Cemí en "la única experiencia casi sexual de su vida en la novela" (Sánchez-Boudy 1974: 85). Comparativamente, la relevancia narrativa de Thomas es algo inferior. Sin embargo, el narrador, como hemos podido observar, decide fijarse en él "con más acuciosidad". Así lo merece, para Lezama, la riqueza de matices del joven norteamericano, cuya belleza se diría que ostenta "más difíciles calidades". Si para Lezama la idea de dificultad equivale a complejidad, a barroquismo y a profundidad, acaso este carácter contradictorio explique el detenimiento del narrador a la hora de describir la belleza convulsa del adolescente: con respecto a su hermana, Thomas presenta un leve toque de decadencia en las "manchas violetas" del cabello, una mayor tersura en las mejillas, y una mirada que filtra la luz a través de recovecos laberínticos. Tampoco su relación con el pequeño José Cemí –que apenas cuenta nueve años– estará exenta de equívocos. Para Lezama, el deseo siempre toma senderos tortuosos, y por ello la iniciación sexual de Cemí, de la mano de Grace, tendrá su correspondencia en el violento enfrentamiento físico con el rubio Thomas, tal vez movido por los celos.

El encuentro erótico con Grace, delicadamente narrado, tendrá lugar en la playa. Allí, la influencia de la brisa marina ornará su belleza clásica con medidas pinceladas de sensualidad tropical:

La brisa playera y las salpicaduras del oleaje, avivaban la fineza porosa de la americanita, el encendimiento de sus labios y el verde brutal, laqueada pulpa californiana, de sus ojos. (PA: 146)

La influencia del mar, de su brisa y de "las salpicaduras del oleaje" –que imaginamos espumosas, venusinas–, produce la excitación de la adolescente. Por otro lado, el "verde brutal, laqueada pulpa californiana, de sus ojos" suscita en la memoria del lector el recuerdo del insistente verdor de la mirada de la joven de la pitahaya, cuya figura hemos analizado en el anterior epígrafe.22 No parece que la vinculación de estas dos figuras sea casual o mera coincidencia. Tanto la niña de la pitahaya como Grace Ginsley son figuras femeninas cargadas de connotaciones eróticas, y ambas protagonizan acontecimientos cruciales en el desarrollo de dos personajes principales de Paradiso, como son Alberto Olaya y José Cemí.

En el caso de Alberto Olaya, el suceso pertenece al orden moral, culminando su incursión nocturna en el espacio casi infernal donde le espera la sirena de una sola pierna. En el caso de Cemí, pertenece a su primera y única experiencia sexual perteneciente al ámbito de lo físico.23 Si la niña de la pitahaya con su aspecto ingenuo y su determinación seduce al confuso Olaya, Grace hace lo propio con Cemí mediante una curiosa estrategia que comienza con un juego infantil tan aparentemente inocente como cavar juntos un hoyo en la arena de la playa. Será dentro de este espacio marítimo ("un hoyo que ya mostraba la humedad arenosa del agua que se extendía más allá de sus visibles límites"), en esta cavidad daimónica y fronteriza donde el joven Cemí se ve sometido a un curioso juego.




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Tan pronto el hoyo mostró las dimensiones capaces de acoger en sus profundidades a Cemí, Grace le hizo una seña para que se instalara en aquella graciosa hondonada, invitándolo después a que siguiese cavando, para descender ella también al pequeño abismo rosa, pues el aguijón solar, picando incesantemente a la marina matinal, deslizaba como un despertar que todavía retuviera mucho de su humedad somnolienta, producía un tono de rojo cangrejo, del lujurioso interior de una valva de ostión. (PA: 147)

La fuerza visual de esta imagen es verdaderamente deslumbrante: el hoyo se transforma en un espacio casi demoníaco que, debido a la incidencia de la luz matinal, desprende reflejos rojizos. Transmutado en un espacio vivo, orgánico, las resonancias sensuales del "lujurioso interior de una valva de ostión" generan una imagen erótica equivalente a la flor de la pitahaya: una cavidad subterránea, uterina, que ocultará el enigmático juego de los dos niños:

Cuando en el hoyo pudieron situarse los dos, Grace le indicó a Cemí otra operación, cuya finalidad este desconoció, ¿pero acaso la excesiva claridad playera no hacía cerrar los ojos con mucha frecuencia?, que fuera cogiendo arena depositada alrededor del hoyo y se la lanzara por la espalda, haciendo así avanzar su cuerpo como una fatalidad, haciendo imposible el retroceso. Al mismo tiempo que ella, cierto que con más frenesí y como quien acaricia por anticipado su finalidad, lanzaba rápidamente puñados de arena a la espalda de Cemí, haciéndolo también avanzar. (PA: 147)

Poco a poco, la acción se resuelve en la unión de los cuerpos de Grace y José Cemí. En ese espacio embrionario, impregnado por la influencia del mar, el placer sexual adquiere el valor de una revelación:

Pronto los dos cuerpos estuvieron uno contra el otro, estrechamente piel contra piel, sintiendo los músculos de las piernas y los del vientre, el suave temblor de un fragmento que se baña en la totalidad de un misterio cósmico que ya no asusta, sino que se silabea con fruición. (PA: 147)

Se trata de una imagen de plenitud física y sensual que volatiliza toda referencia negativa. El encuentro erótico –que, por lo que adivinamos, se limita apenas a la cercanía de los cuerpos– queda, como en otros episodios de Paradiso, sutilmente omitido. Su valor es profundamente simbólico y al mismo tiempo constituye un enigma. Lo que sí queda de manifiesto es la interrelación entre los cuerpos y el paisaje marítimo en una fusión cuya intensidad aumenta a medida que el placer se apodera de Grace:

La arena ondulaba levemente ante el temblor que recorría a Grace; ladeó después la cabeza, recostándola en el borde del hoyo, y Cemí precisó que Grace tenía los ojos llenos de lágrimas y que respiraba como si descansara de una carrera, hasta recobrar el ritmo de su costumbre. (PA: 147)

La continuidad entre los temblores de Grace y los temblores de la tierra configura una imagen de auténtica comunión entre el cuerpo y la naturaleza, súbitamente transformada en espacio simbólico, en una extensión de las emociones que experimentan los protagonistas de este episodio. La naturaleza es cómplice, porque hace invisible a la pareja, y también se convierte en paisaje mitológico cuando el mar, agente propiciatorio del encuentro sensual, adquiere nombre y forma definida: la de Poseidón.




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Grace de un salto de animalito satisfecho abandonó el hoyo y comenzó a caminar con mucha indiferencia por el litoral, llamando a Violante, salpicando a invisibles divinidades, cantando como si le quisiera dar las gracias a Poseidón, que pasaba por la línea del horizonte con sus barbas llenas de peces y el ronco sonido de su cortejo. (PA: 147)

Con la entrada en escena de Poseidón, la naturaleza se transforma súbitamente en paisaje mitológico, y hace aflorar al mismo tiempo otras presencias. Si anteriormente la figura de la sirena había protagonizado distintos episodios, acaso sea ahora la nereida, la oceánida, quien emerja con fuerza del mar de la inspiración barroca para devolvernos la imagen de esta adolescente transmutada en ninfa que agradece a su deidad tutelar su complicidad en materia amorosa.

Antes de concluir este análisis, consideramos oportuno dejar constancia de dos apuntes referidos a la importancia de este episodio en la trayectoria vital del personaje de José Cemí.

El primero se refiere, precisamente, a su relación con lo acuático, que hasta este punto había constituido una presencia amenazante y violenta. Así queda de manifiesto en un episodio narrado en el comienzo de este mismo capítulo, el VI, cuando el Coronel, que quiere fortalecer el carácter de su hijo, intenta enseñarle a nadar en el río, durante un paseo en canoa. El pequeño Cemí, incapaz de defenderse en el líquido elemento, se hunde inmediatamente y está a punto de morir ahogado (PA: 128–129). Posteriormente, algo similar le sucederá a su hermana Violante. También a instancias de su padre, que quiere resarcirse "de la deficiencia bronquial de su hijo" (PA: 130), la niña se zambulle en una especie de piscina, "un gran pozo, con una gárgola acuosa en cada uno de sus lados, descascaradas por la mezcla de la piedra historiada y centenaria y la cal impúdica y contemporánea" (PA: 130). La inquietante gárgola parece anticipar el carácter funesto de esta piscina, que tiene "poca extensión, pero una profundidad avérnica" (PA: 130). La alusión al Averno, al reino mitológico de la muerte, se vuelve más intensa cuando, en el centro de la piscina, Violante comienza a hundirse sin motivo aparente. Tanto el hundimiento como el ascenso a la superficie tienen, en la mente de su hermano José Cemí, rasgos míticos: en el fondo de la piscina, la niña aparece "vidriada, con los cabellos de diminuta gorgona con hojas de piña" (PA: 130). Inmediatamente, cuando dos asistentes provistos con tridentes la salvan, Violante adquirirá la forma de "una pequeña Eurídice" que asciende "al reino de los vivientes". A su vez, José Eugenio Cemí sale de las aguas, "confundido Poseidón ante la mudez de los dos asistentes y de su hijo" (PA: 130). Averno, Gorgona, Eurídice y Poseidón constituyen, por lo tanto, un eje isotópico de resonancias mortíferas asociadas –en este fragmento– al medio acuático, transformado en espacio de muerte.




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Frente a estas fúnebres connotaciones, el episodio protagonizado por Grace Ginsley constituye un ritual iniciático para José Cemí, una revelación que invierte el signo de lo acuático. En su ingenua iniciación erótica, Cemí descubre "el suave temblor de un fragmento que se baña en la totalidad de un misterio cósmico que ya no asusta, sino que se silabea con fruición" (PA: 147) y, en adelante, ni el mar ni el erotismo –este último desarrollado principalmente por medios intelectuales, no físicos– producirán ya miedo en Cemí, que parece haber superado con éxito uno de sus primeros ritos de entrada en la vida adulta.

Es precisamente este elemento –el fin de la niñez de José Cemí– el que nos conduce hasta otra cuestión, la de la función estructural del episodio protagonizado por Grace Ginsley. Ubicado en el tramo final del capítulo VI, éste precede inmediatamente a las páginas que narran el fallecimiento del Coronel lejos de su familia, en la compañía providencial de Oppiano Licario. De este modo, la belleza y la plenitud del despertar erótico de José Cemí contrastan, sin apenas transición, con uno de los pasajes más emotivos y profundamente elegíacos de Paradiso. Esto nos lleva, una vez más, a interrogarnos acerca del delicado equilibrio entre la sensualidad y la muerte, entre Eros y Tánatos, que constituye una de las dualidades que articulan el complejo tejido simbólico de la obra maestra de Lezama Lima.

El mar, en ese sentido, es un reflejo de dicha dualidad, un espacio que Lezama concibe como un límite "donde la disolución producida por el agua y la sal permiten, a su vez, la plena expresión del cuerpo" (Rojas 2009), pero también una presencia de profundidades insondables;24 un espacio barroco propicio, a fin de cuentas, a la aparición de misteriosas sirenas, ninfas o nereidas cuya enigmática belleza es comparable, en cierto modo, a la atracción que genera una de las obras más insondables y radicalmente seductoras de la literatura contemporánea.


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Primo Cano, Carlos (2011): "El poeta y la sirena: estudio de un tema mitológico en Julián del Casal y Gustave Moreau", en: Rodríguez Gutiérrez, Borja / Gutiérrez Sebastián, Raquel (Eds.): Literatura ilustrada decimonónica: 57 perspectivas. Santander: Universidad de Cantabria, 651–664.

Ritchie, Fiona M. (1982): Character and symbol in José Lezama Lima's Paradiso. St. Andrews: University of St. Andrews.

Rojas, Rafael (2009): "El mar de los desterrados", en: La Habana Elegante 46 [http://www.habanaelegante.com/Fall_Winter_2009/Dicha_Rojas.html, 29.12.2014].




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Rosales, Diego de (1878): Historia general del Reyno de Chile, Flandes Indiano. Valparaíso: Imprenta del Mercurio.

Rougemont, Denis de (1945): El amor y Occidente. México: Editorial Leyenda.

Salas, Alberto M. (1968): Para un bestiario de Indias. Buenos Aires: Losada.

Sánchez-Boudy, José y Villa, Álvaro de la (1974): Lezama Lima: peregrino inmóvil. Miami: Ediciones Universal.

Tieffemberg, Silvia (2007): "Ocasos y cabelleras verdes. Sobre bestiarios", en: Taller de Letras 40, 161–166.

Wilde, Oscar (1989): The Complete Works of Oscar Wilde. Nueva York: Harper and Row Publishers.


Notas

1 Este artículo ha sido redactado entre julio y septiembre de 2013 gracias a una Beca Förderlinie I (IAZ-Santander Universidades) en el Iberoamerika Zentrum de la Universidad de Heidelberg (Alemania) bajo la supervisión del Prof. Dr. Gerhard Poppenberg, a quien agradezco haberme concedido la oportunidad de bucear durante unos meses en las profundidades oceánicas de la obra lezamiana, y de hacerlo en condiciones inmejorables.

2 Una buena muestra de ello son las casi tres páginas de citas que el término "Mar" y sus derivados ("Mar-amistad", "Mar-ciudad", "Mar-embriaguez", "Mar-sangre espermática", "Mar-tierra") ocupan en el monumental Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima elaborado por Iván González Cruz (2006: 1092–1094).

3 Para nuestro estudio hemos utilizado la edición crítica más reciente: José Lezama Lima (1998): Paradiso (ed. crítica de Cintio Vitier). París: ALLCA XX, Colección Archivos. En lo sucesivo, citaremos siempre a través de esta edición con las siglas PA.

4 La exclusión de motivos éticos que sirvan de parámetro para juzgar la obra de arte o el texto literario podría conectarse con las más celebres proclamas del Art pour l'Art o el Decadentismo. Baste recordar el notísimo Prefacio que Oscar Wilde asignara en 1891 a una novela tan escandalosa (por sus connotaciones sensuales y homo-eróticas) como El Retrato de Dorian Gray: "Those who find ugly meanings in beautiful things are corrupt without being charming. This is a fault. Those who find beautiful meanings in beautiful things are the cultivated. For these there is hope. They are the elect to whom beautiful things mean only Beauty". Tomo la cita de Wilde 1989: 17.

5 A propósito del nombre de Isolda, si bien las resonancias wagnerianas son evidentes –especialmente para el público contemporáneo –, resulta oportuno recordar la tradición medieval asociada al ciclo de leyendas de Tristán. En dicha tradición, Isolda vendría a ser no sólo un símbolo del amor, sino también del deseo: "Tristán ama a Iseo, no en su realidad, sino en cuanto revela en él la deliciosa quemadura del deseo." (Rougemont 1945: 135)

6 Siguiendo los cauces de la estética barroca, Lezama parece actuar aquí según los conocidos procedimientos secentistas de enaltecimiento y rebajamiento decoroso fundidos. De hecho, ambos pueden convivir en pasmosa promiscuidad, como sucede en la gongorina Fábula de Píramo y Tisbe. En las páginas de Paradiso, al mismo tiempo, un polo ascensional lleva a contemplar al personaje femenino bajo el arquetipo mítico de la sirena, a la que se añade el matiz wagneriano de la grandiosa Isolda. No sin cierto humor socarrón, frente al 'haz' de lo sublime o elevado, se sitúa el 'envés' de lo cómico y bajo. La cantante de ópera – que imaginamos opulenta en carnes, como una matrona germánica – sufre así una especie de transmutación o animalización grotesca, que la identifica con el manatí.




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7 La "Oda a Julián del Casal" (Lezama Lima 1999: 474–480) se complementa con una bellísima semblanza del poeta finisecular que Lezama incluyó en Analecta del Reloj.

8 A este respecto, puede consultarse mi artículo "El poeta y la sirena: estudio de un tema mitológico en Julián del Casal y Gustave Moreau" (2011). En general, sobre la presencia de las sirenas en el arte y en la literatura, es obligado remitir al estudio de Maurizio Bettini y Luigi Spina (2007).

9 Un interesante estudio sobre la presencia de los mitos clásicos en los relatos de los primeros cronistas de Indias se encuentra en Camacho Rojo y Fuentes González (2012).

10 Otra posible fuente de esta figura podría ser un libro de José Durand (1950), Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes en el siglo XVI, un ensayo que bien pudo conocer Lezama, y que discurre acerca de la presencia de estos animales en las narraciones de los primeros historiadores de Indias, y su relación simbólica con las sirenas occidentales y también incaicas.

11 Tal y como ha estudiado Erika Bornay (1994) en su imprescindible ensayo La cabellera femenina, la longitud de los cabellos adquiere a partir de la iconografía barroca una inequívoca connotación relacionada con la sensualidad, el poder de seducción y, también, la fatalidad. Por otro lado, el cabello largo y ensortijado es uno de los elementos esenciales de la belleza medusea, extraordinariamente analizada por Mario Praz (1999) en el ya canónico estudio La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica.

12 Un conocedor de la obra gongorina tan exquisito como Lezama debía tener presente el fragmento más sensual de toda la lírica hispana del Barroco. Me refiero a los versos referidos al amplexo de los recién desposados en la canción gongorina de 1600 que principia ¡Qué de invidiosos montes levantados! El sudor de los amantes tras la unión sensual y el calor del lecho aparecen así acotados en el fragmento (vv. 25-42): "[Pensamiento,] ya veo que te calas / donde bordada tela / un lecho abriga y mil dulzuras cela. / Tarde batista la invidiosa pluma, / que en sabrosa fatiga / vieras (muerta la voz, suelto el cabello ) / la blanca hija de la blanca espuma, / no sé si en brazos diga / de un fiero Marte o de un Adonis bello; / ya anudada a su cuello / podrás verla dormida / y a él casi trasladado a nueva vida. / Desnuda el brazo, el pecho descubierta, / entre templada nieve / evaporar contempla un fuego helado, / y al esposo, en figura casi muerta, / que el silencio le bebe / del sueño con sudor solicitado" (Góngora 1990: 89–90). Un estudio detenido sobre la construcción del erotismo barroco en la poesía elevada ofrece Jesús Ponce Cárdenas en Evaporar contempla un fuego helado. Género, enunciación lírica y erotismo en una canción gongorina (2006).

13 "Tiene el manatí dos tetas en los pechos el que es hembra, e así pare dos hijos e los cría a teta." (Fernández de Oviedo 1992: Lib. XIII, Cap. IX, t. II, 65)

14 "Metamorfoseada en manatí de exagerados pectorales" (Cacheiro Varela 2001: 170).

15 "Era, pues, un monstruo marino o fluvial incapaz de agresiones y que mansamente se alimentaba de las hierbas que crecían al amor del agua." (Salas 1968: 13)

16 Así queda establecido en la nota aclaratoria preparada por Eloísa Lezama Lima en su edición de Paradiso (1989: 167). También en el célebre poema "Para llegar a la Montego Bay" se puede leer: "La pavorosa Nictimene encarnaba las condenaciones de Lesbos" (Lezama Lima 1999: 239). Por otro lado, no hay que olvidar la que acaso sea la mención más célebre a esta figura mitológica en la literatura hispánica: la que aparece en el Primer sueño de Sor Juana Inés de la Cruz: "Con tardo vuelo, y canto, de él oído / mal, y aún peor del ánimo admitido, / la avergonzada Nictímene acecha / de las sagradas puertas los resquicios / o de las claraboyas eminentes / los huecos más propicios." (vv. 25–30) En el poema de Sor Juana, esta figura aparece únicamente como lechuza, en una mención "simplemente eponímica, no simbólica" (Olivares Zorrilla 2008: 268).




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17 El canibalismo como imagen de la destrucción erótica recuerda, en cierto modo, a otros textos coetáneos, como el violento desenlace de Suddenly Last Summer (1958), la obra teatral de Tennessee Williams, donde también el descuartizamiento tiene lugar en un entorno marítimo, como símbolo del cuerpo esclavizado por el deseo.

18 No carece de cierto interés la elección de esta especie floral. En lugar de las flores tradicionalmente asociadas a la tradición amatoria o mitológica como la rosa o el clavel, Lezama caracteriza a este personaje con una flor amarilla procedente de la pitahaya, un cacto de origen centroamericano cuyo carácter autóctono parece hacer referencia, una vez más, a la americanidad de Paradiso, a su voluntad de crear un universo verbal que refleje los rasgos que tanto estudió el autor de La expresión americana. Por otro lado, acaso no sea imprudente señalar que uno de los rasgos más característicos de la flor de la pitahaya es que únicamente se la puede contemplar durante la noche, ya que florece al atardecer y se cierra con los primeros rayos del sol. Flor nocturna, de brillantes colores y de complejidad geométrica, la pitahaya podría adecuarse también a la tradición iconográfica que, desde hace siglos, toma la flor como metáfora del sexo femenino; imagen no del todo desacertada en este caso, ya que es precisamente el encuentro sexual con la adolescente de la pitahaya el acontecimiento que culminará este recorrido infernal y marcará un punto de inflexión en la trayectoria vital de Alberto Olaya.

19 Bajo la desconcertante imagen de esa "misteriosa cola de pez" se encuentra posiblemente una referencia a la profundidad entrevista en ciertas entidades aparentemente simples. En el contexto de este estudio, resulta inevitable relacionarla con la figura de la sirena como metáfora del universo poético, pero asimismo consideramos oportuno citar la otra ocasión en que Lezama empleó esta expresión: fue en el bellísimo artículo dedicado a Julián del Casal, donde Lezama, hablando precisamente de la engañosa sencillez de los versos casalianos, recordaba "este otro tipo de inmovilidad, sin dilatación provocada, de aquellos otros sonetos de Casal, con más misteriosa cola de pez y una voluptuosidad más universal y exquisita" (Lezama Lima 1977: 67–68).

20 De acuerdo con varios estudiosos, este episodio se encuentra recorrido por un complejo subtexto referido a la interpretación que Lezama hizo de los mitos osíricos en su ensayo "Las eras imaginarias: los egipcios", incluido en Eras imaginarias (1971). Dicha clave simbólica ayudaría a aclarar el significado del propio nombre del local y de parte de los acontecimientos que tienen lugar en él. Un breve desarrollo del tema puede consultarse en la tesis doctoral de Fiona Moira Ritchie (1982: 173).

21 Se trata de un complicado juego filológico. Según la taxonomía de Linneo, el nombre científico del faisán plateado (oriundo de China y del sudeste asiático) es Lophura Nycthemera. El segundo término, Nycthemera, procede del griego y significa "día y noche". Se le aplica al faisán debido a las plumas blancas y negras de su cola. Por lo tanto, mediante "la raya de los faisanes", Lezama parece aludir a la línea que separa el día de la noche, que será traspasado en brazos de la niña de la pitahaya, con quien permanecerá hasta la mañana siguiente.

22 No cabe duda de que no se trata de una elección casual. Los ojos verdes son un potente símbolo muy frecuente en la literatura posterior al Romanticismo, desde la fantasmal mirada que daba título a la leyenda becqueriana de Los ojos verdes (1861) hasta el protagonista del Diálogo del Amargo (1921), de Federico García Lorca, pasando por referencias tan decadentes como la de Monsieur de Phocas (1901), la novela de Jean Lorrain cuyo protagonista vivía obsesionado por la imagen sobrenatural de una mirada glauca de tono verdoso. No estará de más recordar aquí las principales claves anatómicas de su encantador hechizo: "sobre la apariencia física de esta mujer [maligna], hay en general una coincidencia en describirla como una belleza turbia, contaminada, perversa. Incuestionablemente, su cabellera es larga y abundante y, en muchas ocasiones, rojiza. Su color de piel pone acento en la blancura y no es nada infrecuente que sus ojos sean descritos como de color verde. En síntesis, podemos afirmar que en su aspecto físico han de encarnarse todos los vicios, todas las voluptuosidades y todas las seducciones" (Bornay 1990: 114–115).

23 "His learning, however, is not represented as a direct experience, with the exception of a short encounter with Grace Kingsley on a Florida beach, but as the result of conversational, discursive experiences." (Altamiranda 1994: 208)

24 "En este tipo de diálogo-adivinanza en que hablábamos, me preguntabas qué era más barroco, el mar o la tierra. –El mar, mi hermana, el mar". (PA: 228)